El sentido de la Cuaresma según San Agustín

Señor Jesús, con tu Cruz y Resurrección nos has hecho libres.
Durante esta Cuaresma, dirígenos por tu Espíritu Santo a vivir más fielmente en la libertad cristiana.
Mediante la oración, aumento en caridad y las disciplinas de este Tiempo sagrado, acércanos más a Ti.

Purifica las intenciones de mi corazón para que todas mis prácticas cuaresmales sean para tu albanza y gloria. Concede que por nuestras palabras y acciones, podamos ser mensajeros fieles del mensaje del Evangelio a un mundo necesitado de la esperanza de tu misericordia.
 Amén.

En su sermón 210, San Agustín explicó la importancia que tiene para el cristiano la cuaresma
Destaca el desprendimiento corporal y espiritual como preparación para la Pasión y Resurrección de Cristo

En su pasión nuestro Señor Jesucristo puso ante nuestros ojos las fatigas y tribulaciones del mundo presente; en su resurrección, la vida eterna y feliz del mundo futuro.

Toleremos lo presente, esperemos lo futuro. 
Por eso, en estas fechas vivimos días en que, al mortificar nuestras vidas con ayunos y la observancia (cuaresmal), simbolizamos las fatigas del mundo presente; en las fechas venideras, en cambio, simbolizamos los días del mundo futuro.

Aún no hemos llegado a él. 
He dicho «simbolizamos», no «tenemos». Por tanto, hasta el día de la pasión es tiempo de contrición; después de la resurrección, tiempo de alabanza. En aquella vida, en el reino de Dios, ésa será nuestra ocupación: ver, amar, alabar.

¿Qué hemos de hacer, pues, allí?
En esta vida unas obras son fruto de la necesidad y otras de la iniquidad.

¿Qué obras son fruto de la necesidad?
Sembrar, arar, binar, navegar, moler, cocer, tejer, y otras semejantes.

También son fruto de la necesidad aquellas nuestras buenas obras. Tú no tienes necesidad de repartir tu pan con el hambriento, pero la tiene aquel a quien se lo das. Acoger al peregrino, vestir al desnudo, rescatar al cautivo, visitar al enfermo, aconsejar a quien delibera, liberar al oprimido: todas estas cosas caen dentro de la limosna y son fruto de la necesidad.

¿Cuáles son fruto de la iniquidad? 
Robar, asaltar a mano armada, emborracharse, participar en juegos de fortuna, cobrar intereses; ¿quién es capaz de enumerar todos los frutos de la maldad? En aquel reino no habrá obras fruto de la necesidad, porque no habrá miseria alguna; ni existirán los frutos de la iniquidad, porque desaparecerá cualquier molestia de unos a otros. Donde no hay miseria, no reclama obras la necesidad y donde no hay malicia no las produce la iniquidad.

¿Cómo vas a trabajar por el alimento, si nadie tiene hambre? ¿Cómo vas a dar limosnas? ¿Con quién repartes tu pan, si nadie tiene necesidad de él? ¿A qué enfermo visitas donde reina la salud perpetua? ¿A qué muerto das sepultura donde la inmortalidad nunca muere? Desaparecen las obras que son fruto de la necesidad; en cuanto a las obras fruto de la iniquidad, si las haces aquí, no llegas allí.

¿Qué hemos de hacer allí?
Decídmelo. ¿Nos dedicaremos a dormir? En efecto, aquí, cuando los hombres no tienen nada que hacer, se entregan al sueño. Allí no hay sueño, porque no hay desfallecimiento alguno. Si no hemos de hacer obra de necesidad alguna, si no nos entregamos al sueño, ¿qué vamos a hacer? 
Que nadie se asuste ante la perspectiva del aburrimiento, que nadie piense que también allí va a darse.

¿Acaso ahora te hastía el estar sano? 
En este mundo todas las cosas producen hastío; sólo la salud está excluida de ello. Si la salud no causa tedio, ¿lo causará la condición de inmortal? ¿Cuál será entonces nuestra actividad?

El Amén y el Aleluya.
Una cosa es la que hacemos aquí y otra la que haremos allí -no digo día y noche, sino en el día sin fin-: lo que ya ahora dicen sin cansarse las potestades del cielo, los serafines: Santo, santo, santo es el Señor, Dios de los ejércitos. Esto lo repiten sin cansarse.

¿Se fatiga, acaso, ahora el latir de tu pulso? Mientras vives, tu pulso sigue latiendo. Haces algo, te fatigas, descansas, vuelves a tu tarea, pero tu pulso no se fatiga. Como tu pulso no se cansa mientras estás sano, tampoco tu lengua y tu corazón se cansarán de alabar a Dios cuando goces de la inmortalidad. Escuchad un testimonio sobre vuestra actividad.

¿A qué me refiero con «vuestra actividad»? 
Esa actividad será un «ocio»; una actividad ociosa, ¿en qué consistirá? En alabar al Señor. Escuchad una frase que habla de ello: Dichosos los que habitan en tu casa. Es el salmo quien lo dice: Dichosos los que habitan en tu casa.Y por si buscamos el origen de esa dicha: «¿Tendrán mucho oro?».

Quienes tienen mucho oro son, en igual medida, miserables. Dichosos son los que habitan en tu casa.
¿Qué les hace dichosos? Ésta es su dicha: Te alabarán por los siglos de los siglos.
San Agustín 

 En Cristo fuimos tentados, en él vencimos al diablo Dios mío, escucha mi clamor, atiende a mi súplica.

¿Quién es el que habla? Parece que sea uno solo. Pero veamos si es uno solo: Te invoco desde los confines de la tierra con el corazón abatido. Por lo tanto, se invoca desde los confines de la tierra, no es uno solo; y, sin embargo, es uno solo, porque Cristo es uno solo, y todos nosotros somos sus miembros.

 ¿Y quién es ese único hombre que clama desde los confines de la tierra?
Los que invocan desde los confines de la tierra son los llamados a aquella herencia, a propósito de la cual se dijo al mismo Hijo: Pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión, los confines de la tierra. De manera que quien clama desde los confines de la tierra es el cuerpo de Cristo, la heredad de Cristo, la única Iglesia de Cristo, esta unidad que formamos todos nosotros.

Y ¿qué es lo que pide? Lo que he dicho antes: Dios mío escucha mi clamor, atiende a mi súplica; te invoco desde los confines de la tierra. O sea: Esto que pido, lo pido desde los confines de la tierra, es decir, desde todas partes.

Pero, ¿por qué ha invocado así? Porque tenía el corazón abatido. Con ello da a entender que el Señor se halla presente en todos los pueblos y en los hombres del orbe entero no con gran gloria, sino con graves tentaciones. Pues nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones.

Éste que invoca desde los confines de la tierra está angustiado, pero no se encuentra abandonado. Porque a nosotros mismos, esto es, a su cuerpo, quiso prefigurarnos también en aquel cuerpo suyo en el que ya murió, resucitó y ascendió al cielo, a fin de que sus miembros no desesperen de llegar adonde su cabeza los precedió. De forma que nos incluyó en sí mismo cuando quiso verse tentado por Satanás. Nos acaban de leer que Jesucristo, nuestro Señor, se dejó tentar por el diablo.

¡Nada menos que Cristo tentado por el diablo! Pero en Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de él procedía para ti la salvación; de ti procedía la muerte para él, y de él para ti la vida; de ti para él los ultrajes, y de él para ti los honores; en definitiva, de ti para él la tentación, y de él para ti la victoria.

Si hemos sido tentados en él, también en él vencemos al diablo. Te fijas en que Cristo fue tentado, y no te fijas en que venció? Reconócete a ti mismo tentado en él, y reconócete también vencedor en él. Podía haber evitado al diablo; pero, si no hubiese sido tentado, no te habría aleccionado para la victoria cuando tú fueras tentado.
De los comentarios de san Agustín, obispo, sobre los salmos (Salmo 60, 2-3: CCL 39, 766)

"La oración en el Huerto", óleo sobre lienzo de El Greco, realizado entre 1597 y 1607.

La pasión de todo el cuerpo de Cristo
Señor, te he llamado, ven de prisa. Esto lo podemos decir todos. No lo digo yo solo, lo dice el Cristo total. Pero se refiere, sobre todo, a su cuerpo personal; ya que; cuando se encontraba en este mundo, Cristo oró con su ser de carne, oró al Padre con su cuerpo, y, mientras oraba, gotas de sangre destilaban de todo su cuerpo.

Así está escrito en el Evangelio: Jesús oraba con más insistencia, y sudaba como gotas de sangre
¿Qué quiere decir el flujo de sangre de todo su cuerpo sino la pasión de los mártires de la Iglesia? Señor, te he llamado, ven de prisa; escucha mi voz cuando te llamo. Pensabas que ya estaba resuelta la cuestión de la plegaria con decir: Te he llamado. Has llamado, pero no te quedes ya tranquilo.

Si se acaba la tribulación, se acaba la llamada; pero si, en cambio, la tribulación de la Iglesia y del cuerpo de Cristo continúa hasta el fin de los tiempos, no sólo has de decir: Te he llamado, ven deprisa, sino también: Escucha mi voz cuando te llamo.

Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde. Cualquier cristiano sabe que esto suele referirse a la misma cabeza de la Iglesia. Pues, cuando ya el día declinaba hacia su atardecer, el Señor entregó, en la cruz, el alma que después había de recobrar, porque no la perdió en contra de su voluntad. Pero también nosotros estábamos representados allí. Pues lo que de él colgó en la cruz era lo que había recibido de nosotros.

Si no, ¿cómo es posible que, en un momento dado, Dios Padre aleje de sí y abandone a su único Hijo; que es un solo Dios con él? Y, no obstante, al clavar nuestra debilidad en la cruz, donde, como dice el Apóstol, nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, exclamó con la voz de aquel mismo hombre nuestro: Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado? 
 Por tanto, la ofrenda de la tarde fue la pasión del Señor, la cruz del Señor, la oblación de la víctima saludable, el holocausto acepto a Dios.

Aquella ofrenda de la tarde se convirtió en ofrenda matutina por la resurrección. La oración brota, pues, pura y directa del corazón creyente, como se eleva desde el ara santa el incienso. No hay nada más agradable que el aroma del Señor: que todos los creyentes huelan así.

Así, pues, nuestro hombre viejo —son palabras del Apóstol— ha sido crucificado con Cristo, quedando destruida nuestra personalidad de pecadores y nosotros libres de la esclavitud del pecado.
De los comentarios de san Agustín, obispo, sobre los salmos (Salmo 140, 4-6: CCL 40, 2028-2029)

Llega una mujer de Samaría a sacar agua

 Llega una mujer. Se trata aquí de una figura de la Iglesia, no santa aún, pero sí a punto de serlo; de esto, en efecto, habla nuestra lectura. La mujer llegó sin saber nada, encontró a Jesús, y él se puso a hablar con ella. Veamos cómo y por qué. Llega una mujer de Samaría a sacar agua.

Los samaritanos no tenían nada que ver con los judíos; no eran del pueblo elegido. Y esto ya significa algo: aquella mujer, que representaba a la Iglesia, era una extranjera, porque la Iglesia iba a ser constituida por gente extraña al pueblo de Israel. Pensemos, pues, que aquí se está hablando ya de nosotros: reconozcámonos en la mujer, y, como incluidos en ella, demos gracias a Dios. La mujer no era más que una figura, no era la realidad; sin embargo, ella sirvió de figura; y luego vino la realidad.

Creyó, efectivamente, en aquel que quiso darnos en ella una figura. Llega, pues, a sacar agua. Jesús le dice: «Dame de beber». Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?" Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.

Ved cómo se trata aquí de extranjeros: los judíos no querían ni siquiera usar sus vasijas. Y como aquella mujer llevaba una vasija para sacar el agua, se asombró de que un judío le pidiera de beber, pues no acostumbraban a hacer esto los judíos. Pero aquel que le pedía de beber tenía sed, en realidad, de la fe de aquella mujer.

Fíjate en quién era aquel que le pedía de beber: Jesús le contestó: Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva. Le pedía de beber, y fue él mismo quien prometió darle el agua. Se presenta como quien tiene indigencia, como quien espera algo, y le promete abundancia, como quien está dispuesto a dar hasta la saciedad.

Si conocieras —dice— el don de Dios. El don de Dios es el Espíritu Santo. A pesar de que no habla aún claramente a la mujer, ya va penetrando, poco a poco, en su corazón y ya la está adoctrinando. ¿Podría encontrarse algo más suave y más bondadoso que esta exhortación?

Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva. ¿De qué agua iba a darle, sino de aquella de la que está escrito: En ti está la fuente viva? Y ¿cómo podrán tener sed los que se nutren de lo sabroso de tu casa? De manera que le estaba ofreciendo un manjar apetitoso y la saciedad del Espíritu Santo, pero ella no lo acababa de entender; y como no lo entendía, ¿qué respondió? La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla. Por una parte, su indigencia la forzaba al trabajo, pero, por otra, su debilidad rehuía el trabajo. Ojalá hubiera podido escuchar: Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Esto era precisamente lo que Jesús quería darle a entender, para que no se sintiera ya agobiada; pero la mujer aún no lo entendía.
De los tratados de san Agustín, obispo, sobre el evangelio de san Juan (Tratado 15,10-12.16-17: CCL 36,154-156)



¿Duele la Cuaresma?
San Agustín

La Cuaresma es un tiempo litúrgico que nos prepara la Pascua de Resurrección. Se cimienta en tres columnas: oración, ayuno y limosna. ¿Penitencia en pleno siglo XXI? ¡La Cuaresma duele! La Cuaresma debería ser un tiempo en que nos empeñemos en caminar por el camino de la santidad y la santidad no se parece a las ofertas de vacaciones que podemos ver en los anuncios.

La santidad es seguir a Cristo como Él mismo nos indicó: Negarnos a nosotros mismos, cargar con nuestra cruz y seguirlo (Mt 16, 24). Podríamos preguntarnos si se trata de martirizarnos por le gusto de hacelo, pero si lo hacemos es que no hemos entendido lo que Dios quiere de nosotros. Veamos lo que nos dice San Agustín: «¿Hay que ofrecer el sacrificio una vez por la mañana y otra después de la cena, según aquel texto que dice: Asimismo después de cenar...? O bien, ¿hay que ayunar y ofrecerlo sólo después de la cena, o hay que ayunar y cenar después de la oblación, como solemos hacerlo?»

A esto respondo, pues, que, para saber lo que hemos de hacer, es indudable que debemos ejecutar lo que está escrito, si la autoridad de la divina Escritura impone algo. En este caso ya no se disputa cómo hemos de hacer, sino cómo hemos de entender el sacramento. Del mismo modo, sería locura insolente el discutir qué se ha de hacer, cuando toda la Iglesia universal tiene ya una práctica establecida. (…) Haga, pues, cada uno lo que viere que observa aquella iglesia a la que llegó.
Ninguna de esas prácticas va contra la fe ni contra las costumbres, ni éstas son, por lo uno o por lo otro, mejores. Sólo por estas causas, a saber, por la fe o por las costumbres, hay que enmendar lo que se hacía mal o hay que establecer lo que no se hacía. La sola mutación de la costumbre, aun de la que trae provecho, perturba por su novedad. Y la que no es provechosa es, por consiguiente, perjudicial por su perturbación infructuosa. (San Agustín. A Jenaro 54, 5)

¿Qué mejor penitencia que dejar de hacer todo lo que sabemos que es contrario a la Voluntad de Dios y perjudicial para nosotros?
¿Qué mejor ayuno, que aquel que marca justamente lo necesario para alimentarnos, sin consumir nada más?
¿Qué mejor limosna que dar lo que no necesitamos para aquellos de poco a nada tienen?
¿Qué mejor oración que la que surge de nuestras lágrimas de arrepentimiento?

La Cuaresma no es una carga especial, sino una oportunidad de rectificar nuestra vida de fe. 
Es posible que nos preguntemos si todo esto no está superado actualmente y con aparentar es suficiente. No es raro que nos preguntemos esto si vemos a Dios como un cómplice y entendemos su misericordia como el pago de complicidad que merecemos por defecto. Dejemos las apariencias lo más lejos y atengámonos justo a lo que Cristo nos dice en los Evangelios:

Sobre la limosna: Por eso, cuando des limosna, no toques trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados por los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Pero tú, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha, para que tu limosna sea en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. (Mt 6, 2-4)

Sobre el ayuno: Y cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas; porque ellos desfiguran sus rostros para mostrar a los hombres que están ayunando. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Pero tú, cuando ayunes, unge tu cabeza y lava tu rostro, para no hacer ver a los hombres que ayunas, sino a tu Padre que está en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. (Mt 6, 16- 18)

Sobre la oración: Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas; porque a ellos les gusta ponerse en pie y orar en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos por los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Pero tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cuando hayas cerrado la puerta, ora a tu Padre que está en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.

Y al orar, no uséis repeticiones sin sentido, como los gentiles, porque ellos se imaginan que serán oídos por su palabrería. Por tanto, no os hagáis semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes que vosotros le pidáis
. (Mt 6, 5-8)

En Cuaresma, dejemos a un lado los shows a los que nos están acostumbrando últimamente y recojámonos con humildad sobre nosotros mismos. Dios no necesita luces, música y marketing para transformar a nadie. Dios necesita que no opongamos nuestra voluntad a la de Él y así poder curar las heridas que todos llevamos dentro. Para eso es necesario el silencio y el recogimiento interior. Ahondar en nuestro ser y abrirlo a la acción de la Gracia de Dios. Hagamos de nuestro corazón el Templo del Espíritu Santo que Dios desea. Dejemos que la Gracia lo limpie y lo restaure. Olvidemos lo que los atronadores medios de comunicación nos gritan al oído y centrémonos en la oración.

La misma oración del ciego de Jericó: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!» (Lc 18, 38). Oración que parte del arrepentimiento profundo, no de la suficiencia de quien cree que tiene derecho a exigir ser igual que todos los demás.

¿Quiénes somos para exigir derechos a Dios, cuando todo lo que tenemos es don que proviene su bendita Mano?