I- Qué es el Temor de Dios.

Fuente: Periódico La Esperanza
Meditación cuaresmal.
Autor: Rvdo. Padre José Ramón García Gallardo
Consiliario de la Comunión Tradicionalista.

I- Qué es el Temor de Dios.
Con frecuencia observamos que cuando el temor de Dios disminuye en la balanza de nuestras conciencias, pesan mucho más los miedos. Pesan más, porque quien manipula la imaginación con su diabólica astucia, multiplica los miedos al infinito, siempre en el mismo sentido, es decir, dejando de lado sistemáticamente las posibilidades optimistas, las eventualidades positivas. Poco a poco, nuestra alma se va alejando de la unión con Dios, debilitando la Fe y la Esperanza; cada día se refuerzan las numerosas cadenas con que los miedos atan a las almas, haciéndolas serviles, esclavas.

Cae la noche sobre la inteligencia, porque perdido el temor de Dios, que es el principio de la sabiduría, “Initium sapientae, timor Domini” (El inicio de la sabiduría está en el temor de Dios), se apaga en nuestras conciencias la Luz que ha venido al mundo, queda inmersa en tinieblas interiores, perdemos la capacidad intelectual de discernir y con la voluntad paralizada, nos encontramos entonces a merced de los miedos, pues la imaginación se ve invadida por mesnadas de fantasmas surgidos de lo más profundo del imperio de la oscuridad y la mentira.

El don del Temor de Dios es uno de los integrantes del “Sacro Septenarium” que pedimos en Pentecostés, el Señor nos lo da cual dote paterna cuando somos adoptados como hijos suyos en el bautismo, aunque se desarrolla en plenitud desde el día de nuestra confirmación, para poder combatir con valentía los miedos. Desempeña una función decisiva en el florecimiento de la esperanza, pues el santo Temor de Dios nos constituye en la humildad y nos conforma por la Caridad. Así, el alma consciente de la propia flaqueza y debilidad personal, evita todo repliegue y vana complacencia en sí misma, para arrojarse, generosa y confiada, en el seno del Padre.

El Espíritu de Temor lleva a una audaz y filial confianza en Dios, y conduce a un abandono total en el amor divino, forma suprema de la Caridad, que junto con la Fe nos sostiene en la Esperanza por los misteriosos itinerarios del alma que avanza hacia Dios, transitando caminos en el agua, sin dejarnos invadir por aquellas dudas y miedos que abrieron abismos en el mar, bajo los pasos de San Pedro. ¡Son tantos los pánicos y miedos que arrastran en sentido contrario de la sabiduría y la cordura, conduciendo también al precipicio de absurdas locuras!

El Santo Temor de Dios, no es tener miedo a Dios, porque la Caridad excluye el miedo, nos dice San Juan. Es el profundo respeto que Santo Domingo Savio formula como lema de su vida: «Antes morir que pecar». Es la prudencia fiel que sostiene a la casta Susana ante las insidias y amenazas de los perversos. Es la audacia firme que manifiesta el corazón de Blanca de Castilla cuando le dice a su hijo, el futuro Rey de Francia, San Luis: «prefiero verte muerto a que cometas un solo pecado mortal». El Temor de Dios es el que fundamenta cada acto de la caridad heroica en todos y cada uno de los actos martiriales.

El Temor de Dios nos confirma en la esperanza, y produce en nosotros un fuerte deseo de no ofenderle, dándonos también la certeza de que Él nos dará la gracia para ello. Nuestro deseo de no pecar es más que una obligación; es un anhelo que nace del amor filial que nos infunde la caridad que busca la unión con Dios en todo. De esta manera, como criterio supremo, tememos agraviarle o portarnos de una manera que pueda deteriorar esa unión. Y esto, no lo debemos hacer meramente por temor al castigo, sino porque, como hijos suyos que somos, le amamos profundamente, porque le consideramos digno de nuestro amor, reverencia, obediencia, admiración y respeto.

¿Como los mártires el miedo a los más atroces tormentos, a los suplicios más terribles? Con la fe puesta en Dios, pues tenían la certeza de que hacían un buen negocio y gracias a su humildad, al conocimiento profundo de sí mismos y al temor de ofender al Señor, se despojaron de su nada a cambio del Todo. 
Nuestro Señor lo dejó dicho: «Si alguien quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por Mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿Qué puede dar el hombre a cambio de su alma?» (Mt XVI).
Como todas las gracias de Dios, el don del Santo Temor es un regalo precioso que debemos cuidar, pues perderlo, implicaría abrir las compuertas al dique de todos los miedos y sus consecuencias nefastas.

II.- La pérdida original del Temor de Dios: la llegada de los miedos y terrores.
Aun cuando fuimos bautizados y el pecado original fue borrado de nuestra alma, en nuestra naturaleza quedan heridas profundas de esa falta original; algunas de ellas son los miedos que pululan en la imaginación, y que, llegando a obsesionar, alteran las realidades, debilitan la razón, perturban la voluntad, inquietan el alma con angustias y ansiedades. En definitiva, traen consigo las más imprudentes decisiones y las más cobardes indecisiones. Nos hacen desertar del combate y apostatar de la fe, negando al Señor ante los hombres, tantas o más veces, que el atemorizado San Pedro.

Desde que cometió el pecado original, el ser humano siente la opresión del miedo. Lo más notable es que incluso tiene miedo de Dios. Nuestro padre Adán le desobedece pues ha perdido el Santo Temor, temerariamente se atreve a comer del fruto prohibido; y cuando el Señor le pregunta « ¿Dónde estabas?», su respuesta denota cuán temeroso se encontraba: «Te oí en el huerto y tuve miedo, porque estaba desnudo, y me escondí». Un claro ejemplo de lo mucho que el pecado nos acobarda. Si hubiera creído en el amor de Dios, y en vez de excusarse se hubiera atrevido a pedir perdón, otro gallo nos cantara.

Esos miedos, que la imaginación multiplica hasta el infinito, vienen a contaminar y atrofiar la prudencia, que, como matriz de todas las virtudes, acaba considerando que la caterva de fantasmas son auténticas realidades. Esos fantasmas proliferan en los escenarios cinematográficos de la imaginación, agigantados por cierta complacencia mórbida en celebraciones de moda como Halloween. Quimeras y espectros imaginarios, causan muchas más bajas en las tropas que las cargas enemigas. El instinto de la propia conservación, sin la guía de la razón, no puede producir otra cosa que el pavor y, exacerbado, algo muy contagioso: el pánico, el terror.

Un psicólogo podría decirnos que una gran parte de las enfermedades de la psiquis son efecto de los miedos y sus consecuentes ansiedades, que en la medida en que influyen en la voluntad y la inteligencia, condicionan la libertad, perturban la serenidad y el equilibrio de unos y de otros.

Podemos sentir un sinnúmero de miedos: a la muerte y a las enfermedades, a vernos separados de quienes, y de cuanto amamos, por no tener el control de las situaciones. ¡Cuánta ansiedad y angustia provocan los miedos a las eventuales desgracias que les puedan llegar a acaecer a nuestros deudos y amigos!

A la vista de lo frágil que es todo lo humano, existe un gran temor a que por calumnias y murmuraciones, se nos despoje, del honor y el buen nombre, mediante el escarnio público y el descrédito y sus consecuentes humillaciones, que por el concurso de internet pueden adquirir dimensiones planetarias.

En resumen, los miedos, mientras no sean irracionales y desproporcionados, si son racionalmente dominados y heroicamente sobrenaturalizados, pueden llegar a ser piedra de edificación y no de tropiezo.

III.- El mundo y sus miedos asociados.
El mundo, como enemigo del alma que es, con todo su aparatoso poderío mediático, económico y administrativo, policial y jurídico, se asemeja a una hidra de siete cabezas que nos quiere sojuzgar con infinitos miedos, devorando nuestro tiempo, libertad y espíritu, además de la paz temporal y la gloria eterna.

El miedo crea una atmósfera opresiva en el ambiente, similar a un crudo invierno, que con sus nieves y fríos, impide a la naturaleza florecer y dar frutos. Un clima donde el terror y el pánico corren como vientos huracanados, arrancando de cuajo a quienes no tienen suficientemente enraizadas sus almas en el Temor de Dios. No debemos olvidar que este mundo que nos sobrecoge con su prepotencia, ha sido vencido, el Señor nos dice «no temáis, yo he vencido al mundo». «No temáis, pequeño rebaño».

En muchas ocasiones es grande el miedo a lo desconocido, teniendo en cuenta que aquello que no sabemos es demasiado. También existe el miedo a los compromisos y a las posibles equivocaciones en la toma de decisiones, a los eventuales rechazos y posibles fracasos; sin olvidar el miedo a perder un trabajo, un puesto o un salario.

La lista continúa y es muy larga: miedo a que se rían de nosotros, miedo al ridículo. Incluso el miedo al éxito y a alguna de sus consecuencias, como la envidia, que ha reducido a tantos a la mediocridad. ¡Cuántos santos y héroes quedaron en proyectos por el miedo a ser distintos!

Perecieron bajo la opresión de la mediocre igualdad. Miedo del otro, miedo al que está arriba, que nos lleva a ser obsecuentes y serviles; miedo de los que están debajo, con los que se puede llegar a ser crueles e injustos; y miedo a los costados, delante o detrás. Todos ellos van socavando los cimientos de la Cristiandad, que se debilita por mentirosos que temen decir la verdad, por traidores que temen las consecuencias de la lealtad y sacrifican el bien común por miedo a perder su bien personal, en definitiva, se van quebrantando los vínculos de la caridad que deberían fortalecer el tejido social.

Podemos continuar desgranando temores y miedos. El miedo a comprometerse en proyectos concretos de vida perpetúa la adolescencia de muchos adultos que, asustados, entierran sus talentos ante la perspectiva de tener que dar cuenta de ellos; el Temor de Dios debería animarles a no presentarse el día del juicio con las manos vacías. Son presa de este miedo los eternos estudiantes que huyen del mundo laboral, incapaces de emprender con entusiasmo nuevas empresas. 
También los solteros empedernidos, que eternizan los flirteos, o el concubinato, antes de pronunciar con valentía el «sí quiero» al pie del altar. Como la higuera maldita, frondosos pero estériles, víctimas de un invierno peor que el de Narnia, los matrimonios egoístas se niegan a multiplicar ese talento maravilloso que es la vida. 
Otro miedo muy real es el de comprometerse cuando Dios llama a dejar las redes y seguirle. Algunos jóvenes, por sus miedos indecisos, llevarán una vida triste, como triste quedó el Señor cuando miró al joven rico. Bajo el temor mundano viven quienes rehúyen el contacto natural, real y directo, y solo se muestran valientes en el ciberespacio, ciudadanos de una tenebrosa civilización artificial.

En estos tiempos de crisis, tribulación y apostasía, por miedo a la persecución o a llegar a ser tentados más allá de nuestras fuerzas, se levantan oleadas de miedos escatológicos, que se alimentan con toda suerte de profecías, acontecimientos reales pero también de ciencia ficción. 

Es entonces cuando le llega a nuestra vida el Apocalipsis. El Enemigo utiliza la situación y adapta su método según su objetivo. A los católicos, el miedo apocalíptico los consigue paralizar quitándoles toda Esperanza en un mañana. Se quedan inmóviles como la mujer de Lot, estatuas de sal, que miran hacia Sodoma y Gomorra con nostalgia y hacia adelante con tristeza, sin avanzar por la senda mientras hay luz del sol, no dejando al Padre decidir la hora y el día en que se cerrará para siempre el Libro en que se escribe la historia. 
Logra convencerlos de que ya no hay nada que hacer. Entonces entierran sus talentos, y antes de salir a combatir se rinden ante la posibilidad de ser vencidos. 

De manera muy distinta procede el Enemigo con los malos, a quienes empuja en una frenética dinámica proselitista: van las sectas, de puerta en puerta, gritando ¡Maranatha! Así, no solo logra que apostaten de su Fe y abandonen sus tesoros espirituales, sino también los bienes materiales, que quedan, en las manos del gurú para su disfrute.

Todos deberían animarse a avanzar por el camino que nos lleva a la Jerusalén Celeste, recordando que si Dios en el Antiguo Testamento, dirigió a su pueblo a través del desierto y nunca les faltó su guía de noche y de día, ni el agua para su sed, ni el maná para su alimento, Dios en el Nuevo Testamento, se ha revelado mucho más cercano por la Encarnación. Él nos aportará las gracias logísticas para que hagamos ese camino, confiados en que nunca nos faltarán ni sus gracias divinas, ni el pan de cada día.

Así como los miedos apocalípticos crecen por la situación de crisis en la jerarquía de la iglesia, los temores de los jefes nos afectan en todos los ámbitos. El miedo hace volubles a los jefes a la hora de las decisiones, cambiantes en sus determinaciones e inestables en el logro de sus objetivos, porque si los motivos y causas de sus decisiones se encuentran entre sus miedos, las consecuencias serán de terror. Es ingente la pléyade de jefes cobardes, que a la zaga de Pilatos han sido perjuros, pues cediendo paulatinamente han sido capaces de sacrificar la justicia y hasta su propio honor. Una vez perdido el Santo Temor de Dios, por miedo a la chusma y al qué dirán del Emperador o de algún dios del Panteón, llegan a condenar a muerte al mismo Hijo del Hombre.

Es frecuente ver tanto entre las autoridades civiles y militares, como en la jerarquía de los clérigos, con qué tranquilidad dejan bajo las patas de los caballos a muchos inocentes, tan solo por miedo a la opinión pública.

Distintos son los miedos, que multiplicados al infinito por la dinámica democrática, han llevado a la traición a tantos líderes cobardes, plebeyos irredentos, que un día serán juzgados por las almas nobles, que fueron libres de verdad, porque sólo temían a Dios. Su juicio lo hará el mismo Jesús, Nuestro Señor y Rey, que venciendo todos los miedos en Getsemaní, clavado en la cruz, dio la vida por nosotros en el Calvario

IV.-El demonio maneja los miedos.
Otro enemigo del alma es «el mono de Dios», que, instrumentalizando la imaginación, «la loca de la casa», aunque no siempre logra con los miedos, privar al alma de la gracia, sí consigue que pierda la paz. Él es quien trata de despojarnos del Santo Temor de Dios, a la vez que infunde miedos infinitos, obsesivos, que forman parte de sus mentiras más grandes, de las cuales tiene toda la paternidad.

Mucho se esfuerza el demonio en infundir el miedo a pedir perdón y confesar los pecados. De esta manera, esclaviza muchas almas, arrastrándolas, con Judas a la desesperación. Libres y felices serían si con San Pedro confesaran sus negaciones con tres actos de amor, y oirían con San Dimas, que supo transformar su suplicio en propiciación, la promesa divina de su salvación.

 Confesarse es de valientes que venciendo el amor propio, el miedo al qué dirán y a ¡tantas cosas! contritos, confiesan su pecado, y el Señor que colma de bienes a los humildes, les concede la gracia de la reconciliación.

El demonio, capitán e inspirador de terroristas y tiranos, de tantos déspotas que ejercen autoridad jurídica sin ninguna autoridad moral que oprimen sociedades e individuos, ha encontrado en los miedos esa palanca de apoyo que descubrió Arquímedes, y su poder es proporcional al terror que logre provocar, método que aplican sus secuaces con mortífera eficacia en detrimento de la civilización católica.

En los abundan las historias que cuentan las hazañas de los misioneros que se enfrentaron a los hechiceros locales, a causa de la tiranía opresiva que ejercían, mediante el miedo sobre las tribus paganas que terminaban adorando al demonio: Dii gentia, demonia (los dioses de los paganos son demonios). Se palpaba incluso físicamente entre ellos, el imperio que producía el terror a todo, en todo y por todo. Como si fuera un círculo vicioso que va «in crecendo» desde los acontecimientos más anodinos, avatares climáticos o el tiempo meteorológico, hasta culminar, a instancia de los brujos, en sacrificios humanos para contentar a los dioses más siniestros. Eso de que los paganos solo tienen «miedo de que el cielo caiga sobre sus cabezas», es algo que solo sucede en las historietas de Obélix y Astérix. San Pablo enseñó en el Areópago a los atenienses quién era ese Dios desconocido. Ante la posibilidad de provocar la ira de un Dios ignoto, aquellas almas que aún vivían bajo el terror pagano, le habían levantado un altar por si las dudas. Pero nuestro Dios es amor y solo a Él debemos temer. No le ofendamos bajo ninguna circunstancia ni a causa de ningún miedo.

Se constata con frecuencia que muchos duermen intranquilos a sabiendas de que un pequeño ratón merodea por su dormitorio, o que detrás de la mesilla de luz puede vivir una araña.

¿Cuántos antes de dormir miran debajo de la cama, o ante el más leve ruido extraño pasan las noches en insomnio que se pueblan con más fantasmas, incluso, que en las mismas pesadillas? Sin embargo, son capaces de dormir tranquilos a pesar de tener muerta el alma, y dejan que les venza el sueño sin hacer un acto de contrición por las faltas graves, o leves, de la jornada. 
¿Es porque nos da más miedo que el pecado, el ratón o una araña? 

Recemos bien las oraciones de la noche y no olvidemos que no debemos temer a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temamos más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la Gehena. Un día con los rayos de la luz perpetua veremos cómo se desvanecen los miedos, igual que desaparecieron aquellos que nos aterrorizaban de pequeños, cuando con las primeras luces de la mañana se esfumaban todos los fantasmas y nos reíamos viendo lo tontos que habíamos sido. Así nos reiremos entonces, del mismo modo en que nos reímos ahora después del susto de algún amigo pícaro.

V.- La prudencia de la carne, sus falsas seguridades y los respetos humanos.
La prudencia de la carne, que se ha disfrazado de virtud, nos engaña aportando una seguridad ficticia, porque su fin no es trascendente ni su impulso es sobrenatural. «Nam prudentia carnis, mors est, prudentia autem spiritus, vita et pax» (pues la prudencia de la carne es muerte, pero la del espíritu es vida y paz) (Rom. VIII, 6). Detrás de ella se esconden los cobardes, en ella se escudan los traidores, hacia ella huyen los desertores, con ella se disfrazan los hipócritas.

Los «aseguradores» han encontrado una mina inagotable de argumentos persuasivos, y sobre todo lucrativos, explotando los miedos. La infinita gama de peligros, constituye una fuente interminable de beneficios para los vendedores de seguros que viven de los miedos y los eventuales infortunios. Muchos son los que necesitan blindar de todo riesgo sus existencias, no sólo con los seguros del coche, de vivienda, de salud, sino que, además, contratan toda suerte de garantías para hacer frente a toda clase de eventuales accidentes.

Entre las promesas de los políticos, una de las más demagógicas, es la de prometer seguridad a los ciudadanos que les votan. Ellos saben también, cómo explotar los miedos que nutren a la democracia, cuando por miedo muchos votan al mal menor. Para proporcionar la seguridad prometida, no les queda otro remedio que poner detrás de cada ciudadano un policía, y detrás de cada policía otro más, y como esto en la vida real es irrealizable, ahora intentan lograrlo siguiendo a cada individuo por el cybermundo, que termina estableciendo una nueva esclavitud, la de la civilización artificial.

Los impíos acusan a los sacerdotes de explotar los miedos, de traumatizar a sus rebaños, cuando predican a los niños y a las almas sencillas las postrimerías: muerte, juicio, infierno y gloria. La consideración de esas realidades debería ayudarnos a vivir en el Santo Temor de Dios que permite al alma sentirse como Gulliver en el país de los enanos; en cambio, las almas libradas a los miedos, vivirán como Gulliver en el país de los gigantes. Desgraciadamente muchos pastores olvidaron que la ley del miedo del Antiguo Testamento ya ha sido abolida, y actúan con las malas artes del gurú en la nauseabunda atmósfera de las sectas. Instrumentalizan al mismo Espíritu Santo, enredan las conciencias en marañas de escrúpulos. Por no predicar la verdad que se encarna en la Caridad del Nuevo Testamento, oprimen y coartan esa libertad interior que es herencia propia de los hijos de Dios. En vez de ayudarles a gozar de la condición de redimidos, perpetúan la culpabilidad.

En los repliegues del corazón, en los tibios recovecos del egoísmo, tenemos agazapados, escondidos, un ejército de cobardes, todos uniformados con los colores de lo razonable con que se disfrazan los traidores, que impiden salir de su zona de confort a los que tienen una cita con el heroísmo. Podríamos considerar que esos miedos viajan como polizones en la bodega, escondidos en los vericuetos del alma, auténtico caballo de Troya pletórico de enemigos, y si la imaginación les abre la puerta, surgen de lo más profundo, amotinados como furiosos revolucionarios, para quitarle el timón a la cordura y la razón.

Si Cristóbal Colón se hubiera dejado amilanar por toda aquella mitología que proliferaba en el fecundo imaginario colectivo, aquellos espectros y quimeras mucho más terribles que los mismos peligros de la mar, jamás le habrían dejado zarpar hacia el Nuevo Mundo, pero confiando en Dios y en Santa María, se enfrentó a Leviatán. Supo domar y ponerle rienda a todos los cíclopes y lestrigones, hidras y sirenas; a tales fantasmas jamás los encontró en su ruta, porque tenía su mirada clavada en la Cruz del Sur, y era su alma una vela henchida por el soplo del Espíritu; de esta manera, venció las tormentas y la calma chicha.

¿Cuántos proyectos han sucumbido en estado embrionario? El efecto letal lo causan los resultados del temor: la cobardía, la mezquindad y el egoísmo, que inconscientemente dan el golpe de gracia a quienes han de enfrentar enemigos. Podemos ser sus víctimas, y caer fulminados, incluso antes de salir de la misma trinchera. Esos miedos por lo general tienen una mayor capacidad mortífera que la fuerza efectiva de los adversarios

El «respeto humano» es otro de los nombres del miedo. El miedo al qué dirán, ha establecido la tiranía de lo políticamente correcto, donde las sociedades anónimas no son sólo un artilugio legal o la figura jurídica de una compañía comercial, sino también el espejo de nuestra sociedad, que diluye en el anonimato la responsabilidad que implica defraudar a accionistas e inversores. Puesto que el miedo no es tonto y tampoco hay nada más cobarde que el dinero, deberíamos animarnos a atesorar para el cielo, allí donde no llegan ladrones ni el óxido corrompe, invirtiendo nuestra hacienda y nuestro tiempo en el servicio de Aquel que es el único capaz de darnos por uno, un ciento.

Con el «respeto humano», se evita, metódica y sistemáticamente, ser piedra de contradicción, rehuyendo, por principio de educación mundana, entrar en aquellos temas en los cuales pudiera no existir el consabido consenso, o realizar alguna hazaña que ponga en evidencia la mediocridad y abominable tibieza de los cobardes o afirmar algo que ponga en evidencia las incoherencias liberales.

Ese «respeto humano» es el que condiciona la militancia religiosa y política de tantos tradicionalistas vergonzantes, que no tienen claro todo lo que implica el hecho de renunciar al mundo con el bautismo. En tácita complicidad con el sistema, son espectadores con la sonrisa condescendiente de los biempensantes. Se sitúan cómodamente para contemplar desde lo alto de alguna confortable situación, con la misma cruel indiferencia con que los romanos asistían al Coliseo, para ver cómo las fieras devoraban a los mártires. Hoy son muchos los que se mantienen al margen de toda militancia que comprometa su puesto, ponga en peligro su carrera o les haga sufrir la cuarentena que les imponga su ámbito social o familiar. Se limitan a observar indiferentes a quienes se baten en las arenas por el honor de su Dios, su Patria y su Rey.

Dentro de la misma clerecía el miedo a las excomuniones, con las que amenaza la jerarquía, ha llevado a muchos católicos a la apostasía. Desprecian el juicio de Dios por miedo a que el juicio de los hombres les imponga algún «sambenito». Son Clérigos miopes que, por no perder ese puestito que es la gran meta de sus tibias y mediocres existencias, por no perder sus prebendas, no aspiran a ocupar el
 puesto que Dios reserva en la gloria a los valientes que se hacen violencia. El temor de recibir los epítetos descalificadores con que el mundo designa a los que le hacen frente, el miedo a perder la soldada, la seguridad social, la jubilación y sus beneficios, hace que muchos clérigos renuncien por un plato de lentejas a esa primogenitura a la que su vocación les llama. 
Si tuvieran que posicionarse, sin preocuparse por la caridad, la verdad o la justicia, indefectiblemente se sumarán a la mayoría; y en su hipocresía, ya encontrarán la manera de disfrazar sus cobardías con santas razones, y así acallar la voz de sus conciencias. Cobardemente se solazan inmersos entre la chusma, confiados en el anonimato que da el ser uno más en la masa, que inevitablemente lleva, hoy como ayer, a gritar ¡Crucifícale! En definitiva, traicionan a sus pares, son desleales con las autoridades y cual viles mercenarios, por miedo al lobo, abandonan sus rebaños.

Cuando llegaron los murmullos hostiles de la ciudad al Colegio Apostólico, y comienza a oírse el ruido sordo de la tormenta que se desencadenará el Viernes Santo, los Apóstoles querían disuadir al Señor de subir a Jerusalén, pero hubo un valiente que venciendo todos los miedos les dijo: «vayamos y muramos con Él», y nos dio ejemplo de intrépido valor, venciendo los terrores.

Las batallas más terribles se libran en lo más íntimo del alma, el corazón es el más cruento campo de batalla, pero puesta nuestra fe en un Dios que es fiel, estamos seguros de que nunca nos faltará su gracia. En consecuencia, podremos vencer al más letal de los enemigos de nuestro bien particular y del bien común: el miedo. No olvidemos nunca que esas victorias secretas son las más importantes de todas; permanecen ocultas a los ojos de los hombres, en cambio son patentes ante los ojos de Dios, ante quien nunca seremos héroes anónimos. Por su exquisita pureza de intención ¡que hermosas son estas victorias, que no podrá jamás empañar la vanagloria!

Cuaresma es el tiempo favorable para hacer penitencia, y es urgente que mortifiquemos los sentidos interiores, sojuzguemos uno a uno esos enemigos llamados miedos. Normalmente se presentan ante nuestro espíritu formulados condicionalmente, al menos los miedos que consentimos lúcida y voluntariamente, a los que les hemos dado plena libertad y hasta alimentado su voracidad de manera imprudente. Sería oportuno, para poderla someter, cortarle los canales que le suministran alimentos. Construyamos, sobre la roca del temor divino y no sobre las arenas inconsistentes de los miedos, un reino interior de gracia y de paz.

En esta Cuaresma, deberíamos ir acercándonos a la Semana Santa con la valentía determinada de Santo Tomas, «vayamos y muramos con Él», porque sin Viernes Santo no podría haber Pascua de Resurrección y si morimos con Cristo, resucitaremos con Cristo.

Mortificando cada día ese sentido interno que tanto daño nos causa y que denominamos imaginación. Ahora, que es el momento de elegir un sacrificio cuaresmal, y dudamos entre dejar el chocolate o el Instagram, vivamente os animo a mortificar la imaginación y así poder domar los miedos. No valen más los sacrificios que uno elige, que aquellos que la caridad de Cristo nos urge, pide y exige.

Se trata de abrazar con amor esa cruz que da más miedo y me ofrece Jesús, esa cruz de la cual huyo como un pagano y que evito como un judío; precisamente aquella que me produce más miedo, es la que tiene para mí la gracia de la verdadera sabiduría. Domando esas fieras íntimas, espectros secretos, sin temor al martirio y a la persecución, pues quienes seguimos a Cristo debemos tener asumido que si así trataron al leño verde ¿Cómo tratarán al seco? La Escritura nos advierte que «quien ama su vida la perderá», por eso quien la da por perdida, no podrá jamás perder el soberano placer de verla tan bien perdida.

Los miedos ponen trabas que solo tú conoces, intuyes y padeces, ponen grilletes a tus pies y cadenas a tus alas, para que no puedas despreciar lo pequeño, despojarte de lo mezquino, despegar de lo más bajo hacia un destino sublime. No olvides que tu omega es tan noble y divino, como lo fue el alfa de tu existencia, ese fin último divino. Confía el transcurrir de tu existencia a ese Amor que, entre el alfa y el omega de tu vida, se llama Providencia.

Dios nos ama y cuida de tal manera que no llegamos a comprenderlo del todo. ¿Qué nos sugiere cuando nos dice que hasta tiene contados nuestros cabellos? Que ni las nimiedades más banales que nos conciernen, le son ajenas. Por hallarnos lejos de Dios, nos están asediando los miedos. En las horribles pesadillas de esta noche, tengamos el Rosario en la mano para sentir la tierna y segura protección de nuestra Madre. Cuanto más cerca estemos de Dios, más lejos estaremos de los miedos, y para estar más cerca de Él, nada mejor que el refugio de su Corazón Inmaculado. Ante almas revestidas del temor de Dios, capaces de vencer todos los miedos, los enemigos temblarán.

Oración de S. M. Isabel I Reina de Castilla, Isabel la Católica

Tengo miedo, Señor, de tener miedo y no saber luchar.
Tengo miedo, Señor, de tener miedo y poderte negar. 

Yo te pido, Señor, que en Tu grandeza no te olvides de mí; 
y me des con Tu amor la fortaleza para morir por Ti.

Rvdo. P. José Ramón García Gallardo
Consiliario de la Comunión Tradicionalista