Lucas (18,9-14):
EN aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
“Oh, Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh, Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Palabra del Señor
COMENTARIO
Carlos Latorre, cmf
Queridos amigos y amigas:
La parábola que acabamos de escuchar en el evangelio de hoy contrapone a dos personas muy diferentes: uno, llamado fariseo, piensa que tiene ganada la salvación por su propio esfuerzo; el otro, llamado publicano, reconoce su condición de pecador y pide a Dios la gracia del perdón.
El fariseo le recuerda a Dios todas las cosas buenas que hace y le pide la paga. Y de paso desprecia al publicano, porque lo considera un hombre malo y se siente mucho mejor que él. Él no necesita nada de Dios y menos el perdón. El orgullo y la vanidad se han apoderado de su corazón: se cree bueno, pero está podrido.
Jesús desenmascara esta actitud y abiertamente declara que toda persona que delante de Dios se siente necesitada de amor y de compasión, vuelve a su casa perdonada. Pero el que se cree mejor que los demás y los desprecia, carga con el pecado más grave de todos.
En este tiempo de Cuaresma el Señor nos invita una y otra vez a acercarnos a Él con verdadero sentimiento de dolor por nuestras culpas y pecados –dice el evangelio que el publicano no se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios ten compasión de mí porque soy un pecador”.
Las vidas de los santos nos ofrecen ejemplos maravillosos de arrepentimiento y conversión a Dios de verdad. Recordemos la oración de San Agustín: "Tarde te amé, hermosura tan antigua, y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo, y me arrojaba sobre esas cosas y personas que tú creaste tan bellas. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, la respiré y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre y sed de ti; me tocaste el corazón y me abrasé en tu amor".
San Agustín encontró a Dios y durante toda su vida experimentó su presencia. Fue el encuentro con la Persona de Jesús el que cambió su vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres, en cualquier tiempo y lugar de esta tierra, tienen la gracia de encontrarse con Él. Pidamos al Señor que nos dé esta gracia y nos haga encontrar así su paz y su alegría.
Vuestro hermano en la fe
Carlos Latorre
Misionero Claretiano
carloslatorre@claretianos.es
ORACIÓN INICIAL PARA CADA DÍA
Señor mío, Jesucristo, creo firmemente que estás aquí; en estos pocos minutos de oración que empiezo ahora quiero pedirte y agradecerte.
PEDIRTE la gracia de darme más cuenta de que Tú vives, me escuchas y me amas; tanto, que has querido morir libremente por mí en la cruz y renovar cada día en la Misa ese sacrificio.
Y AGRADECERTE con obras lo mucho que me amas: ¡ Tuyo soy, para ti nací ! ¿qué quieres, Señor, de mí?
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Día 25º.-Saludar Sagrarios.
Muchos decían a santa Teresa que les hubiese gustado vivir en los tiempos de Jesús. Ella les respondía que no entendía bien por qué, pues poca o ninguna diferencia había entre aquel Jesús y el Jesús que está en el Sagrario.
Dale gracias por haberse quedado. Pero dáselas con obras. Cada vez que haces una genuflexión delante del Sagrario, que la hagas bien y diciéndole por dentro: ¡te amo, Jesús; gracias! Que comulgues bien preparado y muchas veces, siempre que te sea posible. Que le visites todos los días...
Si cuando realizas un viaje en coche, en metro, en autobús, te fijaras en la cantidad de iglesias que dejas por el camino, te darías cuenta de que el Señor está en muchos sagrarios que te pasan desapercibidos. Pero no hace falta irse de viaje. Tenemos al Señor muy cerca de nosotros: en el oratorio del colegio, en la iglesia que podamos tener al lado de casa...
Te recomiendo un propósito: cada vez que pases cerca de una iglesia dile al Señor en el sagrario: ¡Jesús, sé que estás ahí!; o le puedes rezar una comunión espiritual: Yo quisiera, Señor, recibiros, con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los santos.
Continúa hablándole a Dios con tus palabras
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No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte
Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en la Cruz y escarnecido.
Muéveme ver tu cuerpo tan herido
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, de tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera;
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.