"Transcurrido el sábado, María Magdalena, María la madre de Santiago, y Salomé, compraron perfumes para ir a embalsamar a Jesús. Muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, se dirigieron al sepulcro". Así comienza San Marcos la narración de lo sucedido aquella madrugada de hace dos mil años, en la primera Pascua cristiana.
Jesús había sido sepultado. A los ojos de los hombres, su vida y su mensaje habían concluido con el más profundo de los fracasos. Sus discípulos, confusos y atemorizados, se habían dispersado. Las mismas mujeres que acuden para realizar un gesto piadoso, se preguntan unas a otras: ¿quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro?
"Sin embargo, hace notar san Josemaría Escrivá, siguen adelante.
Tú y yo, ¿cómo andamos de vacilaciones? ¿Tenemos esta decisión santa o hemos de confesar que sentimos vergüenza al contemplar la decisión, la intrepidez, la audacia de estas mujeres?".
Cumplir la Voluntad de Dios, ser fieles a la ley de Cristo, vivir coherentemente nuestra fe, puede parecer a veces muy difícil. Se presentan obstáculos que parecen insuperables. Sin embargo, no es así. Dios vence siempre.
La epopeya de Jesús de Nazaret no termina con su muerte ignominiosa en la Cruz. La última palabra es la de la Resurrección gloriosa. Y los cristianos, en el Bautismo, hemos muerto y resucitado con Cristo: muertos al pecado y vivos para Dios.
«¡Oh Cristo —decimos con el Santo Padre Juan Pablo II—, cómo no darte las gracias por el don inefable que nos regalas esta noche! El misterio de tu Muerte y de tu Resurrección se infunde en el agua bautismal que acoge al hombre viejo y carnal, y lo hace puro con la misma juventud divina» ( Homilía, 15-IV-2001).
Hoy la Iglesia, llena de alegría, exclama: éste es el día que ha hecho el Señor: ¡gocémonos y alegrémonos en él!
Grito de júbilo que se prolongará durante cincuenta días, a lo largo del tiempo pascual, como un eco de las palabras de San Pablo: puesto que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios.
Pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra; porque han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios.
Es lógico pensar —y así lo considera la Tradición de la Iglesia— que Jesucristo, una vez resucitado, se apareció en primer lugar a su Santísima Madre.
El hecho de que no aparezca en los relatos evangélicos, con las otras mujeres, es —como señala Juan Pablo II— un indicio de que Nuestra Señora ya se había encontrado con Jesús.
«Esta deducción quedaría confirmada también —añade el Papa— por el dato de que las primeras testigos de la resurrección, por voluntad de Jesús, fueron las mujeres, las cuales permanecieron fieles al pie la Cruz y, por tanto, más firmes en la fe» (Audiencia, 21-V-1997). Sólo María había conservado plenamente la fe, durante las horas amargas de la Pasión; por eso resulta natural que el Señor se apareciera a Ella en primer lugar.
Hemos de permanecer siempre junto a la Virgen, pero más aún en el tiempo de Pascua y aprender de Ella.
¡Con qué ansias había esperado la Resurrección! Sabía que Jesús había venido a salvar al mundo y que, por tanto, debía padecer y morir; pero también conocía que no podía quedar sujeto a la muerte, porque Él es la Vida.
Una buena forma de vivir la Pascua consiste en esforzarnos por hacer partícipes de la vida de Cristo a los demás, cumpliendo con primor el mandamiento nuevo de la caridad, que el Señor nos dio la víspera de su Pasión: "en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros".
Cristo resucitado nos lo repite ahora a cada uno. Nos dice: ámense de verdad unos a otros, esfuércense todos los días por servir a los demás, estén pendientes de los detalles más pequeños, para hacer la vida agradable a los que conviven con ustedes.
Pero volvamos al encuentro de Jesús con su Santísima Madre. ¡Qué contenta estaría la Virgen, al contemplar aquella Humanidad Santísima —carne de su carne y vida de su vida— plenamente glorificada!
Pidámosle que nos enseñe a sacrificarnos por los demás sin hacerlo notar, sin esperar siquiera que nos den las gracias: que tengamos hambre de pasar inadvertidos, para así poseer la vida de Dios y comunicarla a otros.
Hoy le dirigimos el Regina Caeli, saludo propio del tiempo pascual.
Alégrate, Reina del cielo,
aleluya.
Porque el que mereciste llevar en tu seno,
aleluya. / Ha resucitado según predijo,
aleluya.
Ruega a Dios por nosotros,
aleluya.
Gózate y alégrate, Virgen María,
aleluya.
Porque el Señor ha resucitado verdaderamente, aleluya.