Domingo de Ramos: palabras de mons. Javier Echevarría, prelado del Opus Dei (2004)
Comienza la Semana Santa y recordamos la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén. Escribe San Lucas. «Al acercarse a Betfagé y a Betania, junto al monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos diciéndoles: "Vayan al caserío que está frente a ustedes. Al entrar, encontrarán atado un burrito que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo aquí. Si alguien les pregunta por qué lo desatan, díganle: el Señor lo necesita". Fueron y encontraron todo como el Señor les había dicho».
¡Qué pobre cabalgadura elige Nuestro Señor! Quizá nosotros, engreídos, habríamos escogido un brioso corcel. Pero Jesús no se guía por razones meramente humanas, sino por criterios divinos. «Esto sucedió —anota San Mateo— para que se cumplieran las palabras del profeta: "Díganle a la hija de Sión: he aquí que tu rey viene a ti, apacible y montado en un burro, en un burrito, hijo de animal de yugo"».
Jesucristo, que es Dios, se contenta con un borriquito por trono. Nosotros, que no somos nada, nos mostramos a menudo vanidosos y soberbios: buscamos sobresalir, llamar la atención; tratamos de que los demás nos admiren y alaben. San Josemaría Escrivá, canonizado por Juan Pablo II hace dos años, se prendó de esta escena del Evangelio.
Aseguraba de sí mismo que era un burrito sarnoso, que no valía nada; pero como la humildad es la verdad, reconocía también que era depositario de muchos dones de Dios; especialmente, del encargo de abrir caminos divinos en la tierra, mostrando a millones de hombres y mujeres que pueden ser santos en el cumplimiento del trabajo profesional y de los deberes ordinarios.
Jesús entra en Jerusalén sobre un borrico. Hemos de sacar consecuencias de esta escena. Cada cristiano puede y debe convertirse en trono de Cristo. Y aquí vienen como anillo al dedo unas palabras de San Josemaría. «Si la condición para que Jesús reinase en mi alma, en tu alma, fuese contar previamente en nosotros con un lugar perfecto, tendríamos razón para desesperarnos. Sin embargo, añade, Jesús se contenta con un pobre animal, por trono (...). Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles. Pero Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma».
¡Dejémosle tomar posesión de nuestros pensamientos, palabras y acciones! ¡Desechemos sobre todo el amor propio, que es el mayor obstáculo al reinado de Cristo! Seamos humildes, sin apropiarnos méritos que no son nuestros. ¿Imaginan ustedes lo ridículo que habría resultado el borrico, si se hubiera apropiado de los vítores y aplausos que las gentes dirigían al Maestro?
Comentando esta escena evangélica, Juan Pablo II recuerda que Jesús no entendió su existencia terrena como búsqueda del poder, como afán de éxito y de hacer carrera, o como voluntad de dominio sobre los demás. Al contrario, renunció a los privilegios de su igualdad con Dios, asumió la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres, y obedeció al proyecto del Padre hasta la muerte en la Cruz ( Homilía, 8-IV-2001).
El entusiasmo de las gentes no suele ser duradero. Pocos días después, los que le habían acogido con vivas pedirán a gritos su muerte. Y nosotros ¿nos dejaremos llevar por un entusiasmo pasajero? Si en estos días notamos el aleteo divino de la gracia de Dios, que pasa cerca, démosle cabida en nuestras almas. Extendamos en el suelo, más que palmas o ramos de olivo, nuestros corazones. Seamos humildes. Seamos mortificados. Seamos comprensivos con los demás. Éste es el homenaje que Jesús espera de nosotros.
La Semana Santa nos ofrece la ocasión de revivir los momentos fundamentales de nuestra Redención. Pero no olvidemos que —como escribe San Josemaría—, «para acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con Él, muerto sobre el Calvario». Para eso, nada mejor que caminar de la mano de María. Que Ella nos obtenga la gracia de que estos días dejen una huella profunda en nuestras almas. Que sean, para cada una y cada uno, ocasión de profundizar en el Amor de Dios, para poder así mostrarlo a los demás.
Mons. Javier Echevarría, prelado del Opus Dei